jueves, 3 de mayo de 2012

Rafael Pombo, ¿un plagiario?




En estricto acatamiento a su condición de iconoclasta empedernido, el caricaturista Vladdo se fue hace unos días pluma en ristre contra el poeta Rafael Pombo (1833 – 1912), de quien se cumplieron cien años de su fallecimiento el pasado 27 de abril, a raíz de un editorial de El Tiempo con un título francamente deplorable (“Pombo murió hace cien años”), en el que 
exaltan sus cualidades pero, según Vladdo desde Twitter, no mencionan que “varias de sus célebres obras infantiles eran traducciones”.
Teniendo en cuenta que meterse con Rafael Pombo es como meterse con la mamá, conviene comenzar por advertir que en efecto el “vate capitalino” fue un destacado traductor que incluso recibió encumbrados elogios de Menéndez y Pelayo, y que obtuvo un contrato con una editorial neoyorquina para traducir al español algunos poemas infantiles de la tradición anglosajona, y
 que sin duda fue de allí de donde surgió su obra infantil, que es de donde se agarra Vladdo para acusar al fenecido poeta de plagiador literario.


Podría pensarse entonces que alguna razón le cabe al caricaturista de Semana, pero es aquí donde interviene –coincidente mas no a propósito- la última columna de Héctor Abad Faciolince, quien sugiere que todo buen traductor se convierte en coautor, y agrega: “lo que no puede ser el traductor es un escritor tan lleno de estilo, tan dueño de una prosa idiosincrásica, que haga 
parecer como si fueran propios los libros ajenos que traduce”.


Pues bien, fue eso precisamente lo que hizo Pombo con sus propias versiones de los poemas anglosajones, considerando que no resulta fácil imaginar cuál pudo ser la versión inglesa de “que vengan las Fuñas y las Fanfarriñas, y Ñoño y Marroño y Tompo y sus niñas”, o cuál era el nombre original de Doña Pánfaga (esa “zarabanda de esdrújulas”) o del doctor Saltabancos Farándula, “protomédico de ánsares y ánades, homeo-alópata-hidrópata-nonsomántico cuatri-doctor”.
 Motivo por el cual quizá se deba concluir que dichos poemas son más fieles a su propia 
imaginación que a la de esos autores de antaño que, a diferencia de Pombo, se quedaron en
 el anonimato.


En su defensa se debe mencionar además que en la primera edición de sus "Cuentos morales para niños formales" (1871), la misma editorial atribuye a Pombo un texto de presentación donde dice que “son colecciones de cuentos que adaptó al español, transformándolos a su manera".


Estamos hablando de un romántico por excelencia, entendido el romanticismo literario de
 la época como la exaltación de la libertad y del individuo desde la manifestación de lo sensible,
 que se graduó como ingeniero a instancias de su padre pero se dedicó casi de lleno a la poesía,
 y cuyos temas capitales fueron Dios, la naturaleza y la mujer, “una belleza de ilusión que 
acaso / la belleza real no alcanza nunca”.


Un poeta que a sus 21 años se extasía ante una Noche de diciembre (“Noche como ésta y contemplada a solas / no la puede sufrir mi corazón: / da un dolor de hermosura
 irresistible / un miedo profundísimo de Dios”), y un año después transforma ese temor en una angustiosa diatriba contra su supuesto creador mediante La hora de tinieblas, donde
 comienza preguntándose “¿Por qué vine yo a nacer? / ¿Quién a padecer me obliga? 
¿Quién dio esa ley enemiga / de ser para padecer?”, y más adelante impreca con palabras como “¿Quién te hizo Dios? ¿Por qué, di / cómo, dónde y cuándo vino / privilegio tan leonino / a corresponderte a ti?”


No sobra advertir allí una influencia luterana proveniente de los poetas anglosajones que
 por esos días traducía, lo cual tal vez explica el poco reconocimiento que en el país del Sagrado Corazón se le ha dado a su obra ‘adulta’, pese a que el propio Pombo habría de renegar de ese extensísimo poema, publicado contra su voluntad después de su muerte. La mejor muestra de ese arrepentimiento –y de una lucidez poética en constante evolución- se encuentra en el soneto De noche, donde además de presentir su muerte deja atrás la rebeldía de sus años mozos y asume
 que “Dios lo hizo así. Las quejas, el reproche / son ceguedad. Feliz el que consulta / oráculos más altos que su dueño. / Es la vejez viajera de la noche; / y al paso que la tierra se le oculta / ábrese amigo a su mirada el cielo”.


Resulta pues injusto empañar el nombre de quien recibiera en vida -hace exactamente 110 años,
 en 1910- el título de Poeta Nacional de Colombia en un Teatro Colón atiborrado de fervientes admiradores, y fuera valorado no tanto por sus versos infantiles como por una obra de más 
de 1.400 poemas en sus 79 años de existencia, cuyo mayor mérito radica en que muestran la evolución del niño pletórico de gozo a un joven también iconoclasta a su manera, y de allí a una madurez que ya en su vejez se transformó en sabiduría, entendida ésta como una serena contemplación de la oscuridad que se le avecinaba.


Hoy su estilo si se quiere almibarado lo desbancaría del puesto de Poeta Nacional, y en 
su remplazo descollarían nombres igual de ilustres como José Asunción Silva o León de Greiff,
 pero es irrefutable que Rafael Pombo dejó una obra propia sólida y respetable, para todos los públicos, y en consonancia merece viva admiración y humilde reconocimiento.

                                                                             ARGEMIRO

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