Clara Inés Zambrano Leal
Texto del Romanticismo
Guistavo Adolfo Becquer
El rayo
de luna
[Cuento. Texto completo]
[Cuento. Texto completo]
Gustavo
Adolfo Bécquer
Yo no sé si esto es una historia que parece
cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo
hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los
últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un
tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada
vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.
Era noble, había nacido entre el estruendo de las
armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho
levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro
pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.
Los que quisieran encontrarle, no lo debían
buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban
los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se
entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una
piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor?
-preguntaba algunas veces su madre.
-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso
estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una
tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de
los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río
por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido
en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o
contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las
lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba
de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su
sombra no le siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda
suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas
creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca
le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y
nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar
habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro
a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas
en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un
escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la
lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre
los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres
misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o
cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio
intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques,
en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos
misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no
podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para
sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a
aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar
como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto
de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre
un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los
cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético
insomnio, exclamaba:
-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha
dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en
ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan
hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas,
y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?...
Manrique no estaba aún lo bastante loco para que
le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a
solas, que es por donde se empieza.
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las
carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que
conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones
se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros
de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban
en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en
parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos
arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de
armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas
hierbas.
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos
no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación,
abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano
del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían
encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de
álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto
de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los
enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el
jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas
blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y
flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada,
llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en
mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de
poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la
negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes
blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las
desiertas ruinas de los Templarios.
La media noche tocaba a su punto. La luna, que se
había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando
al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la
margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de
sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto
agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad.
La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y
se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de
quimeras o imposibles penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!...,
¡a estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se
lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.
Llegó al punto en que había visto perderse entre
la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por
dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de
los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y
huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las
manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros
álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una
especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie!
-¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó entonces-.
Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra
por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí
para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez;-
creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre
las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír
lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado...
¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en
su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando
que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya
imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego,
firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos
era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él,
complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí,
ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones
sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos
jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas
sobre que se eleva la ermita de San Saturio.
-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para
seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de
peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre la
ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies,
arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes
que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió
la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no
pudo contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela
que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla
opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una
forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los
Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas.
Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la
gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y
desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación
hacia el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes
que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó
jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado el
Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del
muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se
retrataban sus pardas almenas.
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los
que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe
perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su
mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de
San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son
todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en
ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora
el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando
hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas
caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de
la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había
doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas
de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su
lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de
piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una
indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de
aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave
que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se
reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró
el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;-
aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio... por el postigo de San
Saturio se viene a este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada
la media noche aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que
vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay
más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su
cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la
ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la
vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco
que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los
blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido
prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de
llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de
dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.
Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue
obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella?
¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde,
animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente,
dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de
tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por
la sorpresa:
-En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso
de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la
guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven
impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en
aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como
se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le
hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si
la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es
lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una
sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo
que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando
flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y
blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza,
el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras...
¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero
aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi
corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas
las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de
una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a
dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja,
arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad;
y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la
litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del
traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la
gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules,
azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese
color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules
deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y
largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par
que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy
rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer
alta... porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las
portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un
misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... su voz
la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los
álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.
Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso
de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo
gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que
es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme?
¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi
vida, con todas las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y
única vez que le he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la
soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar
por entre las ruinas, en el silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el
escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses
durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la
realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado
en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su
alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de
atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el
enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.
La noche estaba serena y hermosa, la luna
brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba
con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por
su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba
desierto.
Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura
alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus
labios se escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el
extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la
mujer que ya amaba como un loco.
Corre, corre en su busca, llega al sitio en que
la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos
en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus
miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas
de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada
sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había
vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante,
no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que
penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el
viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en
un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con
una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni
a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía
aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a
quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna
-murmuraba el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía
uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis
desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en
la guerra se encuentra la gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que
ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose
colérico en su sitial-; no quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que
me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras
todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a
nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?,
para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo
lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho
era recuperar el juicio.
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